sábado, 3 de agosto de 2013

Jueves

Viernes 5 de Marzo.  Eran las 7 de la mañana y el sol alumbraba mi cuarto a través de la ventana. Viernes, al fin. Trabajaba en una operadora para una empresa de móviles. Mi labor era llamar a la gente para ofrecerle productos y ofertas de la empresa, mientras que lo que recibía eran insultos y maltratos por parte de la gente ó mi jefe. No podía renunciar ya que la situación económica general no iba bien, quitándome el lujo de estar desempleada y buscar lo que me interesaba.  Por cierto, soy Luna Martínez, tengo 22 años y vivo sola en un pequeño departamento al cual mantengo gracias a un aporte de mi padre.

Desayuné un amargo café con dos tostadas de mermelada de arándanos.  Tomé una rápida ducha  y me vestí.  Me puse lo primero que encontré: una camisa de un suave amarillo,  un pantalón blanco de lino y unos zapatos de taco bajo a juego. Me maquillé con apuro, pues ya faltaba poco para que llegara el tren. Comencé a correr. Saludé con un grito al guardia del edificio y me dirigí a la estación. No eran muchas cuadras, pero ya no podía seguir perdiendo tiempo. El barrio era tranquilo, con una mezcla de colores gris y verde. Lo que me gustaba de ir al trabajo era caminar, ó correr, debajo de los árboles que me acompañaban hasta la estación del tren. La estación era pequeña y rústica. Antes de subir al andén, había bajo techo un puesto de diarios junto a la ventanilla para pagar los boletos y frente a ésta, unos escalones que subían al andén. Éste era de piedra gris, con cuatro bancos bordó puestos a lo largo bajo un techo de chapa. Delante estaba el otro andén, como un espejo, por el cual se llegaba cruzando un inmenso puente techado y bordó.

Con una milagrosa suerte, llegué a la estación justo a tiempo.  Saqué el boleto rápidamente y me tiré sobre el tren. Me senté junto a la ventana mientras me ponía mis auriculares. El vagón era todo blanco, sucio, pero blanco al fin. La gran mayoría de los asientos estaban rotos y garabateados. Algunos incluso habían perdido el felpa bordó que amortigua la dureza del banco.  Miré a través de la ventana, en plan “voy a comenzar a divagar sobre la vida” hasta que algo me llamó la atención.

Estaba de pie apoyado sobre un caño mientras sostenía un libro de estudio en sus manos. Miraba hacia los costados, con el cejo levemente fruncido, esperando. Vestía un abrigo azul y unos pantalones de corderoy marrones. Calzaba unas desgastadas  zapatillas negras, incluso una estaba hasta agujereada en un costado.  Pero eso me importaba poco, nada, nada era importante cuando vi su rostro. Tenía la capucha puesta, lo que solo dejaba ver unos rizos que bailoteaban ligeramente sobre su frente. Aún conservaba el cejo fruncido al tiempo que leía aquel libro. Tenía las facciones delicadas y una piel muy pálida. Eh, era incluso más pálido que yo, y eso, es mucho decir. No, no era un vampiro de Crepúsculo, porque no podría tener esos ojos verdes. El tren comenzó su marcha, al igual que mi mente.

Era nuevo en el barrio, yo lo sabía. Se lo notaba desencajado, inhibido y con hasta cierta timidez. ¿Cómo lo sé? Porque soy muy genial, además de que siempre he sabido leer bien a la gente. Cada tanto miraba hacia el exterior, sólo para recordarme mi vida, hacia donde me dirigía y no terminar creando una segunda realidad dónde yo acosaba a este joven. Pero no me animaba. Si fuera más guapa, si fuera más lista, si fuera especial, quizá me hubiese levantado y atravesado el vagón.

Con una mueca de tristeza fije mi vista hacia la ventana. Se acercaba el momento de bajarme del tren.  Sólo quedaba cruzar el túnel y llegaría en seguida a la estación.  Lo miré por última vez. Ya no leía su libro, que aún sostenía, si no que le pesqué mirándome de reojo. Se alarmó cuando le vi y se escondió en su libro mientras suspiraba. La luz solar se esfumó, para dar paso a la luz eléctrica del túnel. Sonreí en mi fuero interno. “Me miró” gritaba una parte de mí cuando cerré los ojos apuntando hacia la ventana. Finalmente el tren llegó a la estación. Pasé a su lado, llena de dicha, pero también llena de pena. ¿Lo volvería a ver? ¿Habrá sido la última oportunidad? “Ya es suficiente, tonta” razonó mi mente. “No te puedes enamorar a la primera, madura de una vez.”

Llegué con un nudo amargo a la oficina.  El lugar era inmenso. Todo un edificio lleno de gente con un solo propósito; molestar al cliente, perdón, ofrecerle servicios al cliente. Llegué a mi cubículo ínfimo, mi agujero negro, mi infierno terrenal. Ah, sí, apenas odio mi trabajo. Tomé mis auriculares, encendí el ordenador y comencé a interpretar mi tarea. No pasaron ni treinta minutos que ya había recibido dos insultos y ni te digo mi madre.  Ah, ¿le sumamos otro infierno al trabajo? Mi jefe me acosa. No a lo Miranda Prestly de “El diablo viste a la moda”, si no que quiere ligar conmigo. No te interesará saber las cosas que me decía, quizá sí mis ingeniosas respuestas, pero para eso tendría que contarte lo otro.

Como una desesperada condenada que espera a su libertad, miraba el reloj que sumamente despacio iba dando la hora de escape. “Clock” Es el sonido más hermoso cuando da la hora deseada. Tomé mis cosas y corrí. Bueno, no, no corrí, pero sí caminé rápido.  Ya estaba deseando volver a casa, tomarme el tren y volverle a ver.

Lunes 8 de Marzo. Me gustaría decirte que mi fin de semana fue estupendo, lleno de sol y alegría. Pues no, la verdad que no. El sábado por la noche estuve sola en mi sofá mientras miraba la tele. No dieron nada especial, sólo una de esas románticas que nadie se las cree. Lo único que logré con verla, fue sentirme deprimida, pero también ansiosa. El actor protagonista me recordaba al joven del tren. Bueno sí, ¡todo me recordaba al joven del tren! Nunca en mi vida había ansiado tanto un lunes. Claro que tenía cierto miedo, porque… ¿y si era tanta ansiedad para nada? ¿Si él no volvía a aparecer? Con el corazón acelerado salí de mi casa. Ah, lo olvidaba, me había puesto mi mejor falda y mi mejor camisa. ¿Por qué? Simple, estaba volviéndome loca.

Llegué con diez minutos de sobra a la estación. Comencé a preocuparme por lo que aquel joven me estaba haciendo. ¿Llegar temprano? ¿Querer que sea lunes? No me estaba reconociendo. Me senté en uno de los bancos de la estación a esperar. Intentaba recordar su rostro, pero cada vez me era más difícil.  A lo lejos veía llegar el tren. Aumentaba su tamaño al tiempo que aumentaba mi ritmo cardíaco. Se detuvo frente a mí. No entendí porque estaba temblando y tenía tanto miedo. Comencé a decirme los mil discursos que mi inconciente había preparado para enviarme de regreso a la realidad. Subí al vagón, porque tampoco quería perderme el tren. Pero no me fui a sentar. Estaba asustada. ¿Examino o no examino el vagón? Tampoco eso serviría demasiado, porque quizá él estuviese en otro. Me senté muy tiesa. Miré a través de la ventana mientras mi corazón se deshacía cada segundo. Cerraron las puertas y el tren zarpó de la estación.  Apoyé mi cabeza con el vidrio, desanimada.

No sé cuanto tiempo fue, ni como pasó. Abrí y cerré mis ojos y ya estaba sentado frente a mí. No llevaba ningún libro con él. Vestía una larga gabardina castaña con piel de animal alrededor del cuello. Tenía los brazos cruzados, abrazándose por el frío. Debajo llevaba unos jeans y las mismas zapatillas gastadas del viernes. Me imitó y apoyó su cabeza en el cristal. Cerró los ojos, bostezó y empañó el cristal. Quería llorar. Era tan tierno, se le veía tan sencillo, frágil. Tenía ganas de buscarle una manta y taparle, abrigarle. Y muchas otras cosas más, claro, pero tampoco nos vayamos tanto de las ramas. Por un lado estaba furiosa, me había puesto por él mi falda más bonita ¡Y no ha dicho nada! Gritaba en mi fuero interno, gritaba las cosas que deseaba decirle, pero entre nosotros solo había un vaivén del silencio. Sin embargo estaba feliz, volví a verlo. Ya no me importaba nada más, había ganado la certeza de que  nos veríamos de nuevo en aquel tren cada mañana.

Así fueron pasando los días. Como lo predije, nos encontrábamos cada mañana en el tren. Cada día me mataba por intentar vestirme mejor, pero nunca antes había tenido motivo. Desde que le vi, mi vida comenzó a dar un giro inesperado. Había estado buscando trabajo hace tiempo, y hoy, Miércoles 10 de marzo, me llamaron para una entrevista. Me abrazaría al diablo sin dudar, porque sabía que no era coincidencia. Él me cambiaría la vida. Sí, es verdad, aún no nos hablamos, pero sé que tarde o temprano se animará a hacerlo. Nunca me hubiese imaginado que fuera a suceder aquella mañana.

Estábamos sentados frente a frente, como siempre, en silencio. Aún quedaba tiempo antes de llegar a mi estación. Estaba escuchando mi canción favorita cuando vi que sus labios se movían al tiempo que me miraba con esos ojos verdes. Por cierto, vestía una camisa a cuadros con distintos colores, muy mona, y unos jeans negros que se ajustaban a sus piernas.

Cómo una loca, me quité los auriculares y, no exagero, poco me faltó para tirarlos lejos. ¡Momento! Tengo que hablarle, tengo que responderle algo. Algo coherente e interesante.

-¿Disculpa?- le pregunté tartamudeando.

Bien. Se irá corriendo dentro de poco.

Sonrió y creí que iba a perder mi corazón.

-Dije… que… ¿cómo era tu nombre?- dijo también nervioso.

Tardé dos segundos en pensar quien era, porque aún  no podía creer que me estuviera hablando.

-Luna… soy Luna. ¿Y tú?-

-Soy Harry.- respondió él.

Comenzamos a hablar. ¿De qué? De todo. Quién era, de donde venía, a donde iba… yo por mi parte le conté absolutamente todo. Seguro que ahora piensa que chica más tonta. Me quiero morir. De todas formas lo disimulaba muy bien. Cuando le conté sobre mi entrevista de mañana, me dijo incluso como llegar.

-Mira, aquí tengo una guía.- dijo mientras sacaba un libro muy pequeño de su bolsillo. – Según esto, puedes llegar de dos maneras. Con el directo o con este tren, pero tardarías más.-

¿Y? ¿Eso qué? No pienso tomarme el directo sólo para llegar más rápido a una entrevista de trabajo. Claro que no, ¿perderme de verlo? Ni de lejos.

-Lo pensaré, gracias por la información.-

Al bajar del tren me sentía Dios.  Caminé, corrí, volé a la oficina. Tenía una sonrisa de punta a punta. Harry, su nombre era Harry y me había hablado. No me importaba nada, ni los insultos, ni los acosos de mi jefe. Mañana le pediré su número del móvil.

Así fue. Jueves 11 de Marzo, estaba sentada en el vagón con Harry a mi lado. Nos mirábamos el uno al otro, y no podíamos dejar de hablar o contemplarnos.

-¿Sabes? Quiero confesarte algo.- me dijo mientras nos acercábamos al túnel.

-Dime.- le dije yo tan valientemente.

-Aún no te conocía, pero te echaba de menos. ¿Podrías explicarme eso?-

No respondí, porque sabía de lo que hablaba. Nos tomamos la mano.

-Hay cosas que uno no puede explicar. ¿Tú podrías explicarme cómo es que mi vida ha cambiado tan para bien desde que te conocí? ¿Cómo es que mi vida dejó de ser gris?- le dije yo.

Cuando llegamos al túnel y nos despedimos la luz del sol, nos besamos. Mi corazón latía fuerte. Estaba absorta. Sólo éramos Harry y yo, nadie más. No sentía nada, no escuchaba nada. Bueno, creo que escuché… ¿Una explosión? ¿Un grito de una mujer? No lo sé. Sólo éramos Harry y yo. No escuchaba nada. No había nada.



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