sábado, 3 de agosto de 2013

El tiempo a solas


De niño vivía en un pueblo cerca del mar, dónde los acantilados se alzaban como colmillos gastados. El pueblo se abastecía principalmente de lo que cosechaba y criaba. Eran pocas las veces que se iba a la ciudad más cercana en busca de bienes.

Desgraciadamente, durante un par de años el pueblo no conseguía una buena cosecha. El alimento apenas alcanzaba, y se pronosticaba que no habría más si aquel año no se conseguía romper la racha. El pueblo entero estalló en felicidad y gozo cuando los almacenamientos comenzaron a llenarse. La cosecha de aquel año fue excedente y se decidió celebrar una fiesta en señal de la buena suerte.

Fue en aquella fiesta donde lo confesé mi amor.  Se llamaba Phoebe y nos conocíamos de muy niños.  Siempre jugábamos juntos, puesto que nuestras familias eran muy amigas y ambas eran principales productoras del alimento.

Aquella noche vestía un liviano vestido de color trigo y llevaba su pelo de color oro suelto al viento. Bailaba, daba vueltas y vueltas alrededor de la gran fuente con una sonrisa que le iluminaba el rostro. Cuando la canción terminó, ella se encontraba frente a mí sonriendo y jadeando.  Le ofrecí mi vaso de vino y ella se sonrojó al agradecerme. Comenzó a sonar la siguiente canción y ella me invitó a bailar. Yo era un perro bailando, pero no me importó, me armé de coraje y bailé como pude junto a ella. La fiesta duró pocas horas más y al final, ebrios de amor y vino, tuvimos nuestra primera noche.

Tuvimos un noviazgo de diez años, hasta que Phoebe quedó embarazada y optamos por casarnos. Éramos tan felices… Nos mudamos a una pequeña cabaña de dos pisos con un pequeño jardín, dónde colocábamos un sillón para acostarnos y contemplar el cielo. Nos amábamos con locura y yo ya no podía imaginarme sin ella. Era todo para mí. Meses más tarde llegó Amelie y entonces nuestras vidas ya eran perfectas. Era una beba muy pequeñita y tenía sus mejillas rosadas casi todo el tiempo. Tenía los ojos de su madre, de color miel.


Ahorramos durante dos años para el tercer cumpleaños de Amelie poder viajar a Europa. Era un viaje que nos ilusionaba mucho a Phoebe y a mí. Viajamos a la ciudad para tomar el barco. Embarcamos muy cerca de la noche. Llegaríamos a Londres, luego seguiría Madrid, París, Venecia y Berlín.

El barco no era muy lujoso. Estaba pintado de blanco con sus bordes en rojo. Una gran chimenea despedía una columna de humo que se mimetizaba con la negra noche. Nuestro camarote era muy acogedor con una cama matrimonial y una cuna para nuestra niña. La habitación estaba pintada de verde y había una ventana que daba con la cubierta del barco. Era el comienzo de un viaje inolvidable.

Pasaron tres días fantásticos en el barco. Amelie se portaba increíble, pocas veces lloraba, sólo cuando se mareaba demasiado. Phoebe… ella estaba radiante. Era hermosa y no dejaba de amarla ni un segundo.


El cuarto día amaneció negro. Habían alertado sobre una tormenta muy peligrosa, pero nadie le había prestado atención. Estábamos paseando por la cubierta cuando se desató el vendaval.  El barco comenzó a mecerse de forma inquietante.  Las olas crecían en tamaño y golpeaban el barco constantemente. Una de ellas logró empujar a una pareja, pero no tirarla. Nos tomamos de la mano y con paso tranquilo para no alarmar a la niña caminamos hacia el interior. El barco continuó meciéndose más y más hasta que era difícil mantenerse de pie. Phoebe tropezó y Amelie dio un grito desesperado. “¡Vamos!” le grité. La lluvia y los truenos apaciguaron mi grito. Phoebe intentó ponerse de pie, pero una ola nos embistió y nos dejó contra el borde.  La puerta estaba muy cerca. Me abracé al borde e intenté tomar la mano de Phoebe y de Amelie, pero era tarde… otra ola inesperada nos embistió de nuevo y ellas se zafaron de mi mano. “¡No!” grité a todo pulmón y el agua salada entró por mi boca. Escupí e intenté saltar a buscarlas, pero el guardia me atrapó… y no logré saltar. Me arrastró hacia el interior.

“No” me decía una y otra vez. No era posible que ellas no estuvieran. No. Era una pesadilla. ¡DEBÍA SERLO! Me faltaba el aire.  El resto del viaje lo pasé encerrado en mi camarote. Llegué a Europa y la odié con todo mi corazón, si es que algo quedaba de él. Me sentía solo… tan vacío y desesperado. No podía quedarme allí, pero tampoco podía volver por barco. Tomé un avión a la hora siguiente.  Sentí odio hacia mí mismo… Si tan solo hubiésemos ahorrado más… si tan sólo hubiese visto que en esa zona los vendavales eran tan comunes… Phoebe y Amelie habían muerto por mi culpa. No pude agarrarlas a tiempo, no pude saltar a rescatarlas. Me sentía tan solo.

Llegué en poco tiempo al pueblo.  Les di la fatídica noticia y me encerré en mi casa. Solo. Tan solo. Me distancié del mundo y el mundo de mí. Sólo mi hermana logró traspasar las barreras de mi soledad y dolor. Era la única que venía a verme cada tanto.


Cayeron los años después de Phoebe y Amelie. El jardín estaba seco y marrón junto al cielo gris. Las enredaderas estaban muertas en la pared. Me senté como todos los días en un sillón individual, frente a un sillón vacío. Tenía frío. El vacío que sentía en mi interior me generaba más frío aún. La casa estaba a oscuras, desordenada. Pasaba el tiempo muerto como mi corazón a solas, viendo como nuestro jardín moría. El corazón ya casi no me latía desde aquél tiempo.  Mi amor… mi niña… las echaba tanto de menos. El día a día se volvía más tortuoso y agonizante. Estaba solo en el mundo.  Solo. Phoebe. Amelie.


Fue una tarde cuando algo extraño sucedió en el jardín. Creí ya comenzaba a morir, creí estar llegando al cielo, pues juro que vi a Phoebe sentada frente a mí. Al cabo de unos segundos, su forma se volvió más consistente. Humeaba, pero aún así yo la veía hermosa y radiante.


-Amor mío.- dijo ella con su dulce voz.

No podía contestarle. Las lágrimas me escocían los ojos.


-Déjalo ir, ya te has hecho el fuerte mucho tiempo. Llora, así podrás librar tu alma de tanto dolor.-

-Sólo… sólo podré sanar mi alma si vuelves conmigo.- le susurré entre tartamudeos.

-Los muertos no pueden volver a la vida. Amor, no fue tu culpa.- me dijo sonriendo.

-Te quiero sin piedad…-

Ella siguió sonriendo. Nos miramos durante horas, no me importaba. La tenía frente a mí otra vez… después de tanto…

Fue entonces cuando mi corazón no pudo más. La razón me invadió, sabía que ella desaparecería tarde o temprano y no podía soportar perderla de nuevo. Me levanté del sillón y ella igual.

-¿Me esperarás?- le pregunté.

-Eternamente.- respondió ella gentil.

Me abrazó y me sentí completo de nuevo. Eso sólo reafirmó mi decisión. Salí de mi casa y comencé a caminar. El viento soplaba con furia. No me di cuenta cuando llegué a los acantilados. Simplemente estaba allí. Una tormenta se aproximaba, pero yo me sentía feliz y seguro. El agua negra chocaba contra las rocas más abajo. Había una distancia de unos noventa metros. Daba igual. “Espérenme”. Salté y sentí un shock de adrenalina y miedo. Caí al agua congelada. Comencé a sentir que me faltaba el aire, bueno, eso era algo normal. Mi mente y cuerpo pedían a gritos volver a la superficie, pero yo debía ser fuerte. Era por ellas. Me dolieron los pulmones y dejé de sentir partes del cuerpo. Un minuto de dolor. Cerré los ojos con fuerzas y dejé que el mar se lleve lo último que me quedaba.

Al abrir los ojos me sentí un poco aturdido. No entendía donde estaba y qué hacía allí. Era un jardín muerto, gris y marrón por todos lados. Frente a mí una mujer hermosa. Sus ojos… sus ojos me recordaban algo muy importante. Miré mis manos y vi que eran transparentes. Humeaba, como la mujer que tenía enfrente. Nos miramos fijamente durante lo que fue un segundo eterno y empecé a recordar.

-Te amaré eternamente.-


Le dije mientras le tomaba de la mano y comenzábamos a desaparecer.

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