Aún no puedo creer lo que ocurrió aquél 3 de diciembre. “Prometo estar siempre a tu lado” me había dicho esa misma noche.
Nos conocimos unos días atrás. Él era un cantante de una banda que se encontraba de gira y habían llegado a París la noche anterior al concierto. La primera vez que nos vimos fue en mi trabajo; en la gran recepción de uno de los tantos hoteles de tres estrellas de París. Llegaban de dar su concierto y se los notaba cansado. Él se me acercó pidiéndome las llaves de su cuarto. Vestía unos jeans negros una remera blanca con el estampado de una calavera. Tenía el pelo castaño y corto, pero la cantidad necesaria para hacerse una sencilla cresta. Me tendió la mano mientras me hablaba con un forzado francés. No me explico por qué me temblaba la mano cuando le di sus llaves. ¡No era nadie para mí! Y sin embargo algo tenía, que me estaba sacando de mis casillas. Tardó unos instantes en irse, hasta que le llamó otra persona.
Una vez que se había ido, mi compañera, Madeleine, comenzó a molestarme.
-Te gusta.- me dijo mientras reservaba una habitación para la semana próxima.
La fulminé con la mirada.
-¿Disculpa? No tengo tiempo para estas cosas, debo trabajar.- le dije rudamente.
Ella me miró de reojo mientras continuaba llenando papeles.
-Nunca te he visto temblar el brazo así para darle unas llaves a un huésped. Te gusta.- afirmó.
No la miré y tardé varios segundos en responder.
-Es que estoy agotada, me sobre explotan aquí.-
Madeleine se rió a carcajadas falsas.
-¡Pero si a duras penas trabajas! Seis horas, sí, a la madrugada, pero luego tienes todo el día libre y ganas un sueldazo.- dijo.
Como no podía negarlo, no hablamos mucho más del tema, por lo que procedimos a continuar con nuestra labor. Madeleine era una gran amiga, pero ella creía que me gustaban todos los chicos con los que me hablaba. Estaba absorta en mi trabajo, cuando ya casi tres de la mañana al abrirse el ascensor apareció aquél chico. Vestía de la misma forma que antes, pero ahora sus ojeras eran más pronunciadas. Camino con una cansada sonrisa en su rostro hacia el mostrador.
-Hey, ¿sigues aquí?- me dijo.
-Sí, es mi horario de trabajo. ¿Desea algo señor?- contesté la ya repetida frase.
-¿Puedo hacerte compañía? No concilio el sueño.-
¿Y a mi qué? Quise contestarle, pero simplemente me encogí de hombros y sonreí. Parecía que no estaba dispuesto a rendirse, por lo que comenzó a hablar sin parar. Me contó sobre la banda, que se había formado principalmente por cuatro de sus amigos y que uno de ellos le había encontrado cantando en un bar. Formaron amistad, comenzaron a tocar música y ahí estaban, de gira por Europa. Hablaba con calma, y cuando no conocía la palabra en francés, empezaba a jugar con sus brazos intentando explicarme lo que no podía decir con palabras.
Así, entre gestos y palabras dulces, me había atrapado. Ya había comenzado a amanecer y el reloj marcaba la hora de irse.
-Terminó mi turno. Debo irme.- le interrumpí mientras me relataba una anécdota. No era nada personal, pero quería volver a casa.
-Te acompaño.- me dijo él.
¿Qué más da? Pensé, por lo que accedí. Era un acto inconciente e irresponsable, pero algo me decía que él no me haría daño. En ese entonces era de lo más inocente.
Al salir del hotel noté el cielo nublado, así que preparé mi paraguas por las dudas. Caminamos unas pocas cuadras hasta llegar a la parada del autobús, acompañados de silencios incómodos. Cómo toda meteoróloga que era, comenzó a llover. Saqué mi paraguas y lo compartimos.
-¿Sabrás volver?- le pregunté en un intento de romper el silencio.
-¿Es lejos tu casa?- me preguntó él ladeando la cabeza.
-No tienes que venir a mi casa.- le dije entre risas.
Él se quedó en silencio, mirándome reír como una niña tonta a base de un chiste que no se dijo, a base de un gesto, de una mirada. A lo lejos vi llegar el autobús con su ruidoso avance. Cuando ya estuvo en la parada, me di la vuelta para callarle y besarle. Fue un beso sencillo, pero traía consigo algo más, un sentimiento escondido que aún no descubría. Subí al autobús con el corazón latiéndome con fuerza y así se mantuvo hasta ver como se iba alejando a través del parque por donde habíamos venido.
Al llegar a casa aún seguía pensando en él. El viaje no era largo, la verdad, eran sólo diez minutos de viaje, pero bueno, era algo que me sorprendía. Sólo me había enamorado una vez, hace mucho tiempo, y las cosas habían terminado mal para mí.
Mi “casa” era un pequeño departamento en el centro de París. Era de dos ambientes, un living y un baño. Al mudarme, hice levantar una pared a la mitad del living y de un lado hice mi habitación. Al vivir sola, ¿qué más da no tener puerta? Las paredes eran blancas, excepto la pared que daba a la avenida, que era de piedra. Tenía dos ventanas que iban del techo con vigas de madera al suelo alfombrado de color arena. Las cortinas eran vaporosas y blancas, que se mecían con el viento por culpa de haberme olvidado la ventana abierta. En una esquina había colocado la cocina, una heladera y una sencilla barra donde poder comer. No me quejo, la verdad es que me gustaba mi casa. Me recosté sobre mi cama sin siquiera desvestirme y me dormí pensando en su rostro.
A la noche siguiente, no había transcurrido ni media hora, que él había bajado a la recepción a buscarme. Nos sonreímos al vernos. En parte, agradecí que Madeleine estuviera en administración, es decir, en la habitación detrás de la recepción. Tenerla allí hubiese sido incómodo.
-¿Tienes ganas de hacer algo divertido hoy?- me preguntó.
-Ya bastante que me detengo a hablar contigo. ¿Quieres que me echen?- dije sonriendo.
-Vamos… quiero conocer París de noche.-
-No hay gran diferencia con el día.- respondí intentando escapar a su invitación. No quería enamorarme, no quería…
Inesperadamente se trepó por el mueble de la recepción y puso sus labios sobre mi oído.
-Por favor.- me susurró y yo sentía que iba a morir de amor.
-Espera… aquí.- le dije entrecortado.
Me di la vuelta y entré a la administración. Busqué a Madeleine, que se encontraba en cuatro patas buscando un papel debajo de los escritorios.
-¡Made, necesito tu ayuda!- chillé.
Ella me miró raro mientras se ponía de pie.
-¿Qué sucede Jane?-
-¡Me ha invitado a salir!- le volví a chillar, pero esta vez, Made se unió a mis chillidos.
Gritamos y dimos saltitos de alegría, pero luego nos pusimos serias, o lo intentamos.
-¿Qué le dirás?- preguntó ella.
-¿Con qué?-
-¡¿Aceptarás o no?!- me gritó.
Me quedé pensando unos segundos.
-¿Y el trabajo?- le respondí.
-¡Yo te cubro, mujer!-
Me cambié lo más rápido que pude y salí de la administración con Madeleine detrás de mí.
Fue una noche especial. Tomamos unos tragos en un bar, cerca de la Torre Eiffel y bajo la luz de la luna. Era un tipo bastante romántico, y sabía como conquistarme. Entre sonrisas y besos, terminamos llegando a mi casa. Entre caricias y promesas de amor, caímos bajo una atmósfera pasional.
Desperté al día siguiente eufórica. Yacía acostada, entrelazada con las sábanas. No había otro ruido, salvo el tenue murmullo que provenía de los autos que iban por la avenida. Tantee por la cama, sin abrir los ojos y noté que no lo encontraba. Me vestí de la misma forma de ayer, sin poder dejar de recordar sus manos insolentes o sus labios sobre mi piel.
No estaba en el baño, no estaba en el living. No estaba. Todo había quedado igual que la noche anterior, en la mesa restos de una cena y una botella vacía. Sin embargo algo desentonaba allí, una nota en el mantel.
Con desconfianza tomé la nota entre mis manos que temblaban desconsoladas desde el “Querida Jane”. Comencé a sentirme vacía y decepcionada, ultrajada e ilusa. Cerré de nuevo mis ojos y me dejé caer sobre mis rodillas al tiempo que me abrazaba a la carta con fuerza, intentando sostener el dolor que me provocaba cada palabra escrita. Se marchaba para no volver. ¿Qué debía hacer? ¿Quedarme sola en París? ¿Buscarle? ¿Qué haría cuando lo tuviera frente a mí?
No le di mucha más vuelta al asunto. Corrí hasta la avenida para tomar un taxi. Con el corazón desbocado le grité al conductor.
-¡A la estación de autobús! ¡Rápido!-
El conductor me miró de reojo, confundido, pero tuvo la amabilidad de pisar fuerte el acelerador. La avenida no estaba tan atestada, ni mucho menos, pero cada auto que se interponía sólo lograba ponerme más nerviosa. Faltaban diez minutos, luego sería tarde.
Jugué una carrera contra el tiempo y perdí. Corrí entre el aburrido gentío, usé tomas mis fuerzas, pero era tarde. Al llegar a la estación, él me miraba con pena desde el autobús y yo con una mano en el corazón y en la otra excusas que ni él entendía, susurré.
-Ven… acércate…-
Pasaron varios meses desde entonces. Aún sigo sin creer lo que sucedió aquella noche del 3 de Diciembre del 2000. Antes, mi sonrisa era inmensa y mi mirada sincera, pero ahora, ya no sé quien soy.
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